El batallón de voluntarios Oviedo o de Ladreda
El 8 de agosto de 1936, el coronel Aranda llamó a su puesto de mando, situado en la Fábrica de Armas de la Vega, al comandante de Artillería don José María Fernández-Ladreda. Éste poseía una acusada personalidad política como diputado de Acción Popular y, en lo profesional, su inteligente dirección de la Fábrica de Metales de Lugones. Había sido Alcalde de Oviedo y podía decirse que dejó huella por sus notables realizaciones en el municipio.
Ladreda, necesito su concurso — dijo el Coronel Aranda.
Usted Manda.
Quiero organizar, y nadie mejor que usted para mandarla, una fuerza que tenga dos misiones específicas: mantener una segunda línea en profundidad y asegurar servicios imprescindibles. No podemos, lo sabe usted, distraer fuerzas de primera línea. Los voluntarios, gente joven en su mayoría se encuentran embebidos en las unidades ya conocidas. De ellos no podemos disponer, pero sí podemos de mucha gente que desean servir en unidades adecuadas a su edad y otras circunstancias personales.
Comprendo perfectamente lo que usted desea, mi Coronel, y se hará como quiere, y estimo que es preciso crear una fuerza que nos permita establecer una segunda línea y, al mismo tiempo, un servicio múltiple de apoyo logístico.
Ladreda hace una pausa y prosigue:
Hablar en Oviedo de una segunda línea no deja de ser, mi Coronel, un eufemismo. La segunda línea de la plaza apenas mantiene una distancia apreciable con la primera. Es más, en caso de repliegue una y otra se fundirán para formar una sola. No hay espacio suficiente para crear vacíos que hagan retardar la acción del enemigo si ataca y obtiene éxito. La clásica maniobra retardadora.
El que había de conocerse, de inmediato, como «Batallón de Ladreda», adquirió, en el contexto de fuerza disponible, una importancia indiscutible. Siete compañías de hombres de las más variadas edades, sin olvidar a muchachos de catorce, quince y dieciséis años, pasaron a formar una aglutinada unidad que se distinguía por una sencilla uniformidad: Mono azul, gorro isabelino por lo normal y casco si había que batirse. Un brazalete de los colores de la bandera nacional, sellado por la Comandancia Militar, distinguía a los del citado Batallón.
Esta clase de gente iba a dar un ejemplo de valor nacido en una voluntad de vencer al precio que fuese. ¿Qué más puede pedirse a respetables cabezas de familia, a comerciantes y empleados de banca, a funcionarios públicos, a trabajadores de humilde condición, a dependientes de grandes o pequeños almacenes, a representantes de pañería o automóviles, de coloniales, y productos de perfumería, a ingenieros, catedráticos, penalistas o civilistas?. Todos ellos, a la hora de la verdad suprema, que es la de enfrentarse a la muerte, ofrecieron un ejemplo para la historia.
El comandante Ladreda recurrió a oficiales y suboficiales de distintas armas y servicios que no tenían mando en primera línea o se encontraban en la reserva. Vertebró la unidad con habilidad y sentido de la responsabilidad. El día 21 de agosto pasó revista a las compañías y señaló, de acuerdo con Aranda, los puestos a ocupar en distintos lugares de la plaza, dejando a criterio de los mandos del Batallón los relevos o cambios de las misiones.
Aparece como segundo jefe del Batallón, el comandante Prudencio González Pumariega y las siete compañías quedan al mando de los capitanes Alfonso Barón; Juan García-San Miguel Uría; Ángel Chaín; Plácido Alvarez-Buylla y López Villamil; Juan Rodríguez Gómez; Amador González Soto y Simón Alonso González. En la Plana Mayor figuran los capitanes: Benito Collera, Suárez Pazos, José Ors y Jacinto Gómez Gallego.
Hombres del Batallón tuvieron que cubrir una difícil línea a lo largo de la Avenida de Santander, calle independencia y Chalet de Melquiades Álvarez. En los combates del crucial octubre combatieron desde San Pedro de los Arcos durante horas y horas, sin dormir, en condiciones precarias en extremo. De ellos dependía que el enemigo penetrase o no en la calle de Uría.
Presentes en los lugares de mayor peligro, contribuyeron a enaltecer, auxiliar y alentar a los combatientes con su ejemplo, su sacrificio y sus virtudes patrióticas y que lograron no desmerecer en ningún momento con sus actos, a aquel conjunto maravilloso y magnífico de combatientes, en el que todos por igual, heroicamente, se comportaron, contribuyendo con un timbre de gloria a la unidad de España y un motivo de orgullo para Oviedo.
Al disolverse el Batallón, meses más tarde, el general Aranda, no pudo ser más expresivo: «Tened la seguridad, Comandante, de que sus hombres fueron imprescindibles en la defensa de Oviedo. Combatieron como bravos, pese a su edad y condiciones familiares. Merecen, usted y ellos, mi más sincero reconocimiento».
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