La Brigada Penal de San Esteban de las Cruces
En el frente de Oviedo, en la primera mitad del año 1937 -las líneas a tiro de cañón y bajo el continuo fuego de artillería de uno y otro bando-, las milicias del Frente Popular crean una brigada compuesta por prisioneros nacionales y comandada por los más duros individuos de las cuencas mineras.
¿Quien puede imaginar que había un campo de concentración rojo tan cerca de nuestros hogares?... Pues lo había.
Tras meses inacabables de trabajo agotador, las “balas perdidas”, el hambre y el terror minando el número de los penados, el autor -miembro de una de las “secciones de choque” disciplinarias- asiste, emocionado, a su liberación por la IV Brigada de Navarra.
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Por Bonifacio Lorenzo
En abril de 1937 se forma la tristemente célebre Brigada Penal de San Esteban de las Cruces, con presos sacados de diversas cárceles asturianas para trabajos de fortificación en primera línea.
Una tarde de aquel mes, en la cárcel del Coto de Gijón, se ordena formar en la galería central a todos los detenidos. Creemos que se trata, como otras veces, de un registro en nuestras cosas y para ello desalojamos celdas y aglomeraciones.
No fue así. Nos nombran a unos cincuenta. Nos mandan salir de la formación y por el rastrillo a la calle, donde unos autocares nos esperan. No se nos permite recoger nuestras cosas. Yo voy en zapatillas. Otros sin chaqueta o prendas de abrigo y, por supuesto, todos sin mantas ni objetos de uso personal.
Desconocemos nuestro destino. De Noreña a La Felguera y de aquí, por Tudela Veguín, a San Esteban de las Cruces, aldea a unos tres kilómetros de la ciudad de Oviedo, sobre la carretera de Adanero a Gijón.
Llegamos al atardecer y nos alojan en la llamada “Casa del Torneru”, cuyos dueños hubieron de abandonarla para que nos instaláramos en ella, en su lagar y hórreo.
En el suelo, o sobre unos caballetes y tablas procedentes de los toneles, hemos dormido todo el tiempo.
Un mes más tarde, otro contingente de presos de la Iglesia de los jesuitas de Gijón habilitada como cárcel, con otro de Mieres, integran la segunda Compañía de la Brigada de San Estaban de las Cruces, que se aloja en un merendero próximo a nuestro acuartelamiento conocido por “El Pito”. Más tarde una tercera expedición formará la tercera Compañía. Con acuartelamiento en la vecina parroquia de Santa Ana de Abuli.
Una dura jornada de trabajo bajo las bombas
Mandaba la Brigada el comandante “Pipo” FeIgueroso y era su ayudante el teniente Cortina. AI frente de cada Compañía, un capitán. El de la primera, a la que pertenecí, apellidábase Arcos. Aquellas se subdividían en Secciones mandadas por tenientes y éstas en Escuadras, que lo estaban por cabos. Todos los mandos eran mineros mutilados de guerra, muchos auténticos chekistas; en general, ninguno ocultaba su odio hacia nosotros, considerándonos culpables de aquellas mutilaciones, salvo el teniente Vidal.
Los integrantes de una escuadra jamás trabajan juntos; se forman parejas con otros de diversas secciones. Estaba dispuesto -y desgraciadamente se cumplió- que, si se pasaba un penado a zona nacional, sin formación de causa se fusilaba al compañero de trabajo y a los componentes de la escuadra del huído. Para intentar la evasión era prácticamente necesario que lo hicieran los cien hombres que aproximadamente integraban cada Compañía. Ello aparte de las represalias en las familias de los evadidos, que inmediatamente eran detenidas.
Los trabajos encomendados a esta Brigada eran fortificación en primera línea, colocación de alambradas en la noche, apertura de nuevas trincheras, cubrimiento de las mismas con tableros y tierra para evitar los efectos de los morteros, colocación de sacos terreros, aspilleras, etcétera.
La jornada de trabajo era normalmente de diez horas y al regreso, por lo menos en nuestra Compañía, llevábamos de las casas abandonadas en las afueras de Oviedo, piedras, ladrillos, vigas, etcétera, con cuyos materiales levantamos un edificio para albergue de nuestros “mandos”, según proyecto de nuestro compañero penado el arquitecto Pedro Cabello, auxiliado por otro delineante, Ramón Cuesta. En esto se emplearon algunos compañeros expertos en construcción y como peonaje los rebajados de servicio. El transporte de materiales era verdaderamente penoso, no sólo por realizarse después de una agotadora jornada de trabajo, sino por tener que sacarlo por lugares difíciles y transportarlos luego unos tres kilómetros a hombros.
Me destinaron a la llamada “Sección de choque”, integrada por los detenidos que consideraban más significados y que destinaban a los trabajos más peligrosos. La mandaba el teniente Diego, uno de los mandos más sanguinarios y que ejecutó a la mayoría de nuestros compañeros muertos, jactándose de ello.
Cien hombres se ofrecen por un trozo de pan
Si no teníamos un trabajo especial, nos dedicábamos a abrir nuevas trincheras. Para ello salíamos de nuestro acuartelamiento a las dos de la mañana para llegar media hora más tarde al “tajo”. Con el máximo sigilo, las parejas se colocaban distanciadas unos diez metros. Inicialmente, profundizábamos un hoyo para estar a cubierto al amanecer y evitar ser tiroteados; luego teníamos que avanzar la trinchera para comunicar a la pareja más próxima, ya que por ella habríamos de retirarnos concluido el trabajo hacia las dos de la tarde. En otro caso continuábamos la faena hasta conseguirlo.
La comida era muy escasa: un chusco o panecillo de 200 gramos por día, una tacilla de chocolate aguado al salir al trabajo, como desayuno, y otra de arroz o de garbanzos –mucho caldo y pocos garbanzos- con despojos de carne alguna que otra vez, tanto para la comida como para la cena. Algunos nos ayudábamos con paquetes que nuestras familias nos enviaban –envíos prohibidos en los últimos meses- y que consistían, principalmente, en patatas, las que freíamos con el sebo de las velas.
Da idea de nuestra necesidad la siguiente anécdota: hacia las once de la noche de un cierto día, mandaron levantarse a todos los penados para pedir voluntarios para un trabajo urgente en una trinchera que tendría un par de horas de duración. Nadie se movió. Se dijo que quienes lo realizaran quedaban dispensados de trabajar al siguiente día, pero, por nuestro agotamiento, nadie se ofreció para ello. Nueva oferta: los que vayan y entreguen un trozo de su pan, al regreso se les suministrará un plato de sopa de ajo. Los cien hombres nos ofrecimos.
Normalmente, los domingos por la tarde recibíamos la visita de nuestros familiares, comunicándonos con ellos a través de una triple alambrada y en presencia de nuestros mandos. Tales visitas entrañaban para aquéllos grave peligro. Desde Tudela-Veguín, a unos 6 kilómetros de nuestra Brigada, habían de seguir a pie y a los insultos de los milicianos sumábase el peligro de un proyectil. Poco antes de aquellas visitas, una batería del 7´5, no muy lejos de nosotros, abría invariablemente fuego sobre Oviedo, que, al responder sus defensores, dejaban batida la carretera que nuestros parientes irremisiblemente tenían que transitar.
Las tropas defensoras de Oviedo tuvieron con nosotros magnífico comportamiento. Sabían de nuestra presencia en aquellos lugares y en la noche, por sus altavoces, nos daban noticias de la marcha de las operaciones en los distintos frentes y nos anunciaban una pronta liberación. Jamás nos tirotearon mientras realizábamos el trabajo. Sin embargo, al retirarnos acabada la jornada, cañoneaban nuestras fortificaciones, haciendo que al siguiente día nos encontráramos con casi todo derruido. Esto enfurecía a nuestros mandos que, parapetados estratégicamente, asesinaban a quienes mejor les parecía, alegando que era “una bala perdida de Oviedo” la culpable de aquellas muertes. Bien sabíamos nosotros, por su trayectoria, que esto no era cierto y que los asesinados lo eran desde nuestras propias posiciones.
Prisiones en pipas de sidra de 450 litros
Otras veces se enviaba a un grupo a sacar ladrillos de una casa abandonada y luego se les atacaba con granadas de mano hasta aniquilarlos, diciéndose después que había sido un mortero disparado desde Oviedo. Así ocurrió con Luis Cuervo y Ramón Ibaseta, que pudo huir herido de la casa, rematándosele en el exterior.
En una ocasión visitó la “Brigada Penal” Belarmino Tomás, presidente del “Consejo Soberano de Asturias y León”; en su discurso aludió al ímprobo esfuerzo que tenían que realizar para que “el pueblo” no nos liquidara por “fascistas”, por lo que deberíamos responder con nuestro esfuerzo y lealtad a tal protección. Advirtió entre los presentes a Junquera, un muchacho de La Felguera procedente de la Juventud Católica y que, por lo visto, era sacristán en su parroquia. En tono de burla le dijo que cuando la guerra acabase lo pasaría mal al no tener empleo, puesto que no iba a quedar cura. Sin amilanarse le respondió Junquera que se trasladaría al País Vasco, donde aún quedaban. Belarmino Tomás le aseguró: “Cuando acabemos con los de Asturias liquidaremos a los de Euzkadi”. Al siguiente día Junquera moriría en la trinchera víctima de una “bala perdida”; bala que, por los orificios de entrada y salida, no procedía de Oviedo. Andando el tiempo, el teniente Diego se jactaría de ser el autor de aquella muerte.
A los penados que a juicio de un mando no trabajaban con la presteza debida o cometían la mínima falta, como dejar caer agua en el suelo, se les imponía terribles castigos, siendo el más frecuente meter al infeliz en una pipa de sidra de unos 450 litros, uno de cuyos lados se había sustituido por una reja que hacía de puerta. El castigado quedaba en cuclillas en tal instrumento de tortura y así pasaba la noche. Al siguiente día otros compañeros vendrían en su ayuda para hacerle salir, pues estaba completamente agarrotado. En ocasiones soportábamos toda la noche los gritos lastimeros de algunos infelices que pedían a voces los mataran de una vez.
Hasta el número de enfermos estaba racionado y no podían rebajarse otros si el cupo estaba cubierto, aunque tuvieran fiebre o presentaran síntomas inequívocos de su dolencia. El estar rebajado de servicio no significaba más que no tener que ir a las trincheras, pero en el cuartel se trabajaba en el edificio de los mandos, o se iba a por agua a la fuente de Olloniego, distante dos kilómetros; por lentitud en este trabajo fue muerto a tiros Manuel Martínez, imposibilitado de hacer más viajes y pese a estar rebajado de servicio.
El derrumbamiento del frente Norte puso fin a aquella pesadilla. Nuestra Compañía tenía a la entrada emplazadas ametralladoras para liquidarnos llegado el momento. Pero la cobardía pudo más y, durante la noche, se marcharon todos los mandos. Nosotros, los de la “sección de choque”, tuvimos otro fin. Días antes nos trasladaron al frente oriental y al considerar la resistencia inútil, nos ordenaron replegarnos hacia Cangas de Onís. En un maizal próximo nos fueron segando, según salimos del refugio, con unas ametralladoras. Ligeramente herido, pude coger a un compañero y refugiarme en una casa. Jamás olvidaré aquella noche pasada con mi compañero, muerto en la evasión. En ella esperé un nuevo día para orientarme mejor mientras oía, próximos, el Cara al Sol y otras canciones del frente. Al amanecer, con la emoción que cabe suponer, me presentaba a la IV Brigada de Navarra con los que habían sido mis atributos de trabajo: la pala, el pico, la dinamita. Mi alegría no era completa: ¿qué le habría pasado a mi familia en zona roja?. ¿Y mi padre, en otra Compañía de la Brigada Penal?. Al final, todos se habían salvado.
Revista Historia y Vida (Extra nº 4). Nuestro agradecimiento a D. Joaquín Fernández Alonso por rescatar este artículo.
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