El bombardeo del Hospital de Oviedo del 23 de febrero de 1937
Cuando al tercer día de la impetuosa ofensiva desencadenada sobre Oviedo por los rojos, fueron convenciéndose de que, pese al alud de material de guerra y humano lanzado sobre la capital del Principado de Asturias, ésta, haciéndoles frente con su ya legendario denuedo, no se rendía, no cedía, y una vez más rechazaba su empeño, terminaron su fracasada intentona, como de costumbre, renunciaron a insistir en el ataque a las líneas defensivas, ya que éstas no se dejaban tomar, se dedicaron a bombardear a la gente pacífica e inerme. Merecido castigo a población tan insensible a la doma.
Pero esta vez la rabia era excepcional, y excepcional fue también el desquite tomado. Les parecía poco, sin duda, el acostumbrado cañoneo sobre la población civil y sus viviendas y la considerable cantidad de munición gruesa que habían de invertir en ello, y decidieron dedicarla a ser lanzada con toda precisión, con todo encono, contra el Hospital Provincial de Oviedo, harto ocupado a la sazón de heridos y enfermos, civiles y militares.
La orden de "Ladreda", jefe de la 8.ª Brigada en el sector de La Manjoya, fue tajante: "el enemigo reconcentrado en el Hospital; hagan fuego de artillería".
Y efectivamente, sin miramiento alguno para aquellos que estaban enfermos o heridos, militares o civiles, y no podían valerse por sí mismo, el Hospital Provincial de Oviedo, fue bombardeado.
Las explosiones retumbaban hundiendo techos, rompiendo paredes, deshaciendo ventanas y cristales, llenando todo el humo, polvo y escombros.
Los médicos, monjas y enfermeros se afanaban a prestar auxilio a los hospitalizados. Saltaban los heridos o enfermos de sus camas en desesperada busca de salvación.
En una sala, repleta de heridos y enfermos, hasta por los suelos, explotó una granada matando a la mayoría de los que la ocupaban, los que quedaron con vida fueron trasladados a otras salas más bajas.
En un quirófano explotó una granada matando a todos los ocupantes. Otra cayó en el laboratorio de farmacia iniciándose un incendio.
La artillería roja bombardeó a más y mejor el Hospital, tirando sobre el Hospital a tiro directo, y haciendo sobre él, como era de esperar, magníficos blancos.
Los grandes y bien visibles signos indicadores del humanitario y exclusivo destino del edificio, contribuían, no poco, a afinar la puntería de los artilleros rojos.
Las granadas llovían sobre el Hospital, sobre todo el edificio, sobre las puertas y las vías de acceso. Herido hospitalizado hubo al que, acabado de serle quirúrgicamente amputada una pierna, un cañonazo le seccionó la otra.
Los cadáveres se apilaban por toda las partes.
El "Páter" impartía la absolución por todas las salas.
Hubo que disponer una evacuación del Hospital sin demora. A poco que se tardase, la evacuación sería de muertos, no de heridos o enfermos.
Cuando la evacuación del Hospital, aún en tales dantescas condiciones, se llevaba a cabo, cuando la gran masa de hospitalizados, los que no quedaron allí víctimas, habían sido trasladados a las ambulancias y éstas marchaban en busca de locales menos conocidos que el Hospital cañoneado, la artillería roja, con visión de los lugares y de los movimientos que constituían el objetivo de su predilección, apartó la vista del Hospital y se dedicó a cañonear concienzudamente e implacablemente, la ruta de retirada de las ambulancias...
Y a los hospitales improvisados en las iglesias de las Salesas y San Isidoro y el Círculo Mercantil de la calle del Marqués de Santa Cruz, llegaron los que pudieron.
Aquellos otros heridos o enfermos imposibilitados para andar, se arrastraban pidiendo ayuda para que los hicieran llegar al "Parque de San Francisco", donde, al amparo de los árboles, se creían a salvo de salvaje bombardeo.
A mí me tocó estar en el Hospital bombardeado. Llegó al Cuartel de Falange un telegrama "urgente" para el jefe de Falange de Oviedo, que me entregaron, como jefe de la Falange de Enlaces, para que lo hiciese llegar al Jefe provincial. Como estaba bombardeado el Hospital por donde había que pasar para llegar al parapeto que, como voluntario, estaba el Jefe provincial, pensé, y creí, que debería de ser yo quien se lo llevase, y así lo hice.
Al regresar al cuartel, después de haber sido entregado el telegrama, al pasar otra vez por el Hospital bombardeado, oí una voz que me decía: "Chavalín", "chavalín", ayúdame. Miré por todas partes y no vi a persona alguna, pero las veces seguían.
Volví a mirar hasta que, en un momento, vi una mano que me indica donde estaba quién me llamaba. Corrí a su encuentro y vi a una persona anciana que me pedía que la ayudase para poder llegar al Campo de San Francisco, que estaba muy cerca de Hospital, donde pensaba que estaría más resguardada del bombardeo. Y así lo hice. Cogida de mi brazo, y casi a rastras, llegamos al Campo de San Francisco, dejándola bajo los árboles, donde ya había más enfermos o heridos.
Al regresar al Cuartel pensé que otros enfermos o heridos podían necesitar mi ayuda, y volví al Hospital. Los médicos, monjas y enfermeros, hacían ímprobos movimientos para alejar de aquel infierno a todos los que más pudieran. Me puse a ayudarlos como pude y, horas más tarde, se pudieron sacar del Hospital bombardeado, a todos los heridos o enfermos, civiles o militares, que quedaban.
Por desgracia casi un centenar de heridos y enfermos se quedó allí para siempre, víctimas de aquel terrible bombardeo.
Ensangrentadas mis manos y mi ropa, llegué a mi casa. Al entrar y verme así me madre, se asustó y me preguntó si estaba herido. Le dije que no, y le conté lo que había sucedido. Me oyó muy atentamente y cuando terminé de contárselo, se acercó a mí y me dio un beso, que aún llevo grabado en mi corazón.
Que nos hablen a los ovetenses de Guernica...
Fermín Alonso Sádaba, el más joven defensor de Oviedo.
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