El Hospicio y la contienda
GERARDO LOMBARDERO
Nada le fue ajeno a la contienda civil que embarcó ambas Españas durante tres largos años. Aunque para Oviedo las horas del cerco al que se vio sometido acabaron primero. Nada le fue ajeno, incluido, como no podía ser de otra manera, el Hospicio Provincial que hoy ocupa, una vez restaurado y remodelado, el hotel insignia de la capital asturiana. Este caserón, construido en el año 1777, sufrió diversas transformaciones y mejoras hasta que llegó el año 1936, en el que el tiempo se detuvo de algún modo para sus moradores. Entre éstos estaban desde luego los propios huérfanos, los acogidos por incapacidad familiar para proporcionarles alimentación y educación y, por supuesto, las monjas que atendían a los más pequeños, los maestros educadores -la mayoría republicanos y hombres de excepcional formación- y el resto de personal adscrito a la institución.
Quien me lo contó tenía la tarde del 18 de julio la edad de 13 años y se encontraba jugando en el llamado Patio de los Gatos con el resto de la pléyade infantil. Era un sábado y casi todos los muchachos que habían salido a primera hora de la mañana para dirigirse a sus lugares de trabajo volvieron cerca del mediodía. Ante la lógica extrañeza de muchos respondieron escuetamente: «Nada sabemos, dicen que ha estallado la guerra». Y claro que había comenzado, aunque en realidad las cosas no se pusieron feas hasta el día siguiente, domingo 19. Aunque aquel sábado, ante la cercanía del Gobierno Civil, los internos pudieron divisar los contingentes de mineros y veteranos de la lucha del 34 que se concentraron en las inmediaciones del Hospicio.
El primer contacto de los hospicianos con el inicio de la contienda fue el momento en el que comenzaron los paqueos. Se llamaban pacos a los francotiradores que desde tejados, azoteas o buhardillas hostigaban a unos y otros con disparos de fusil. Este tiroteo duró casi toda la jornada dominical, hasta que fue relevado por el sonido de la artillería lejana, el tableteo de las ametralladoras y las descargas incesantes de los Mauser. Pronto comenzaron a acostumbrarse entrando en una nueva rutina imposible de evitar. A las instalaciones de la «residencia», que es como a los allí internados les gustaba denominarla, en un intento de pudor o de repudio por el término hospicio, pronto comenzaron a llegar montones de uniformes y monos manchados de sangre pertenecientes a los caídos en la lucha. Ávidos de curiosidad y con cierto interés material por revisar su contenido, eran escrupulosamente registrados, encontrándose en ocasiones paquetes de tabaco -algunos parcialmente inutilizados por la sangre-, algunas monedas de menor cuantía o cajas de cerillas, incluso en contadas ocasiones algún reloj de bolsillo que había escapado a los primeros registros hospitalarios. Desechados los productos inútiles o estropeados, durante mucho tiempo, los reutilizables hicieron -lamentablemente- la delicia de los más mayores de los hospicianos.
Pasaban los días, y a los aviones republicanos de reconocimiento pronto le sucedieron los cazas y los bombardeos que trataban de doblegar la defensa de la ciudad. Sobre el tejado del edificio se habían desplegado sábanas blancas, en las que escrito en rojo destacado se podía leer al lado de la cruz del mismo color: «Atención, 500 niños». La vida como siempre continuaba para ellos su rutina diaria, sólo alterada por las frecuentes incursiones a los sótanos del edificio cuando el bombardeo era intenso, y luego la invariabilidad de la dieta diaria, que comenzó a reducirse a lentejas con arroz, garbanzos con arroz o alubias con arroz. Uno de aquellos tediosos días de guerra, un proyectil mal dirigido impactó cerca del Hospicio y abrió la fachada de un edificio cercano, donde en la planta baja había casualmente un almacén de chocolates. Ante la sorpresa inicial y el jolgorio consiguiente los chicos que pudieron tomaron por asalto las existencias, que le dieron un nuevo sabor al aburrimiento. No importó mucho a los afortunados, como reconocieron después, que la mayoría de las tabletas de tan dulce elemento estaban pasadas y algunas hasta mohosas.
Otra jornada, en cambio, fue marcada en el calendario de forma trágica. Próximo ya el mes de abril de 1937, las fuerzas defensoras de la capital habían mermado lo suficiente como para tener que buscar «voluntarios» donde fuese menester. Así que aquel día un falangista estaba enseñando a varios de los chicos el funcionamiento de un fusil, con vistas a su incorporación a los parapetos y las trincheras de la defensa. Los muchachos, mayores todos ellos de 16 años, se arremolinaban en torno suyo mientras les mostraba el modo de cargarlo con un peine de balas o el accionamiento del cerrojo para su uso. Quiso la mala suerte que un «chato», así se llamaba al avión de caza Polikarpov I-15 de fabricación soviética, que portaba cuatro ametralladoras y podía transportar ocho bombas, al regresar de un rutinario bombardeo sobre las trincheras, divisase al grupo que le pareció sospechoso. Y como aún no había gastado la munición en su totalidad, dio un amplio giro y regresó para dejar caer cerca de ellos una de sus bombas de aviación. El instructor improvisado, seguramente ducho en el combate, buscó el amparo de una de las esquinas del patio arrastrando bajo él al exiguo grupo de voluntarios, que no superaba la media docena. Quede para el recuerdo que todos se salvaron y la única baja fue el infortunado instructor.
No hubo muchos más percances, si así puede decirse de las jornadas que siguieron en medio de un asedio. Hasta que llegó el mes de abril del 37 y comenzó la diáspora de los niños que allí se albergaban. Los mayores se fueron a un caserón en Sestelo (Vegadeo), donde iniciaron una nueva rutina marcada por el verde paisaje, la educación normal en las aulas improvisadas y, para algunos, las placenteras labores de horticultura y jardinería. Aunque pasó la guerra, el Hospicio no fue ajeno de ninguna manera a la que vino posteriormente. Cuando la España franquista decidió participar en la campaña de Rusia con la división de voluntarios conocida como la División Azul, fueron muchos los que se acercaron hasta los puestos de reclutamiento para alistarse. Algunos de ellos, internos del Hospicio que habían cumplido la edad reglamentaria y que buscaban en las filas de lo que luego se llamaría División 250 de la Wehrmacht las aventuras que añoraban, una oportunidad distinta o escapar del aburrimiento de la vida diaria y monótona. Entre los ardorosos reclutas se coló un muchacho al que todos conocían como Pepetón, tal era su complexión fornida, su estatura y la barba que ya brotaba sin pudor en su rostro. Solamente había un pequeño detalle, a nuestro osado protagonista aún le faltaba algo de tiempo para cumplir un requisito: la edad exigida para alistarse. No fue ningún obstáculo, ya que su aspecto físico lo ayudó como prueba fehaciente. Quien esto les cuenta tuvo la suerte de frecuentarlo durante largos años -falleció no hace mucho- y escuchar de su boca las peripecias que en tierras de la madre Rusia le acaecieron. Que puedo decirles que fueron muchas e intensas y que supo transmitirme a mí durante las innumerables conversaciones que mantuvimos. Otras peripecias aparte, Pepetón, que estaba destinado como enlace, se vio involucrado en las operaciones del lago Ilmen, unas de las más arriesgadas que las tropas españolas encararon. Se trataba de socorrer a medio millar de alemanes copados cerca de la aldea de Vsvad. Cuando esto me narraba, siempre recordaba una yegua que para su quehacer diario le habían adjudicado y que fue alcanzada en el pecho por un proyectil artillero que acabó con su trabajosa vida. Digo trabajosa porque, entre otras lindezas, aquel invierno se llegaba normalmente a los -40 ºC por el día y hasta -53 ºC por las noches. Hay muchos de sus recuerdos que se me acumulan en la memoria, pero resumiré sólo algunos para no extenderme en exceso. Estaban indemnes en su mente las brevísimas guardias nocturnas ante el riesgo de congelación, la prohibición de tocar las partes metálicas del armamento sin guantes, pues se dejaban la piel de las manos pegadas a ellas, e incluso el chorro de orina que se erguía congelado nada más evacuar. Destacaba como digno de ser admirado que tropa y oficiales formasen en la misma cola para el rancho, que los pertrechos eran impensables para una guerra como la española y, sobre todo, lo que se llamaban las raciones K o «raciones de hierro». Para abreviar diré que estas raciones sólo se suministraban ante la inminencia de una ofensiva u operación de guerra. Contenían paquetes de cigarrillos, una tableta grande de chocolate, media botella de vodka y unas pastillas inidentificables que convenía tomar antes de que comenzase la acción. Y aunque la yegua no volvió, él sí lo hizo, para vivir una vida supongo feliz en su mayor parte.
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