Las mujeres en el cerco de Oviedo
Si algún día se escribe, documentada y detalladamente, la historia de la Defensa de Oviedo, habrá forzosamente que incorporar a ella la activa presencia femenina durante los largos días del cerco y del asedio.
El día en que el Coronel Aranda sublevó la ciudad, las mujeres vieron bajar, camino del Cuartel, a sus hombres para ofrecer su cooperación. Y los contemplaron ir, un poco expectantes y un mucho desorientadas, porque de momento no captaron, en su conjunto, toda la dramática dimensión del momento.
La reacción tardó en producirse exactamente veinticuatro horas. Al día siguiente se empezaron a organizar, en diferentes puntos de la ciudad, las cocinas en las que se habrían de preparar las comidas calientes que luego serían enviadas a las posiciones de primera línea. Aun no se había producido el primer contacto con el enemigo y la manutención de los hombres en armas era el vital problema del momento. Ni un solo día dejaron de entregarse las raciones en cada puesto, aunque se comenzaran a preparar en una casa y se terminaran en otra, porque el bombardeo se había llevado la chimenea o el lugar en que estaban aquel día.
A los pocos días, los primeros ataques y las incursiones de la aviación enemiga habían de dejar sobre las piedras de las posiciones, las rojas veneras de la sangre de los defensores y, junto a los primeros heridos, las primeras mujeres en funciones de enfermeras llegaron al Hospital. Puede asegurarse que allí donde un combatiente luchaba, había en la retaguardia una mujer dispuesta a aliviarle silenciosamente los rigores de la campaña.
No fueron en ningún momento las mujeres de Oviedo, en su colaboración para la defensa, la encarnación de esas figuras consagradas por el cine y las fotografías propagandísticas, portadoras de uniformes inmaculados y llenas de gracia y belleza. Eso quedaba para las retaguardias tranquilas, no para Oviedo.
La actitud femenina en la defensa de Oviedo, se ha caracterizado por la serenidad. Ni gritos, ni lágrimas ni histerismos. Una calma serena, una fe indesmayable, una conciencia de la responsabilidad y una firme y unánime resolución de morir sobre las piedras de la ciudad, sabiendo que su labor era imprescindible para la defensa de la misma.
Si el elemento hombre significó en la Gesta el valor esforzado, indómito y exaltado, la mujer representó la fortaleza de espíritu en su más alta acepción. No hubo dolor que le fuera extraño, ni sacrificio que la arredrase, ni temor que pudiera hacerla abandonar su puesto.
Vio florecer de rojo sus vestiduras de enfermera, en un espasmo de rabia impotente, cuando la metralla mordió su carne en el bombardeo del Hospital y cayeron sin un grito, continuando las restantes ayudando en la evacuación de los heridos. Cuando en las salas del Hospital entraban los proyectiles, en el quirófano, cuyos cristales se deshacían a pedazos, mujeres de Oviedo ofrecieron sus venas, en supremos donativo, para que su sangre detuviera la vida que se iba por las heridas de algún combatiente. Tras este servicio, más sublime por la naturalidad y sencillez con que había sido llevado a cabo, pálidas, sujetándose las gasas sobre la vena recién picada, aun sonreían al hombre roto que había recibido en sus arterias el tibio goteo generoso que coloreó sus mejillas.
Tuvieron hambre, sed, cansancio infinito, náuseas y un temor sojuzgado en su espíritu que perlaba de un fino sudor sus frentes, en tanto permanecían en sus puestos y la muerte las rondaba con solicitud y constancia de amante apasionado, que acaso muchas veces se detuvo, antes de dar el definitivo abrazo, por esa especie de respetuosa sugestión que, sobre los elementos, la fatalidad y el destino ejerce siempre lo extraordinario.
Lo padecieron todo menos el desmayo en la lucha y la vacilación en su fe. Pensaron que podían morir, nunca que su ideal pudiera no triunfar.
En medio de la ciudad en ruinas, sus voces se elevaron cantando la Gloria del Hijo de Dios en su nacimiento, la noche del 24 de Diciembre; ayudaron en el tránsito final a las almas de los heridos que morían bendiciéndolas; cerraron sus ojos, signaron las frentes con la cruz y aun ayudaron luego a retirar sus cadáveres; y luego, activas y diligentes, volvían a vestir de limpio la cama recién desocupada para que hallase descanso en ella otro cuerpo tronchado. Vendaron heridas, lavaron pies hinchados y tumefactos por la larga permanencia entre el fango de las trincheras; cargaron cientos de cubos de agua, pelaron kilos y más kilos de patatas, y un día de un otoño dorado y azul, cuando sobre la crestería de los montes circundantes vieron aparecer las tropas que, al fin, rompían definitivamente el asedio, volviendo por los fueros de su debilidad, cayeron de rodillas sollozando para agradecer a Dios el final de la trágica y gloriosa pesadilla.
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